INTERSECCIONES DE LA PSIQUIATRÍA: NEUROCIENCIAS, PSICOLOGÍA Y SUBJETIVIDAD


Por Raúl Courel
rcourel@gmail.com
http://www.raulcourel.com.ar/


La psiquiatría es, como se dice usualmente, una profesión
del campo de la salud mental: una especialidad médica que se
ocupa de las enfermedades mentales. Como profesión, es un campo de aplicación
de saberes que tienen distintas procedencias y que son de diferentes tipos.
En estos tiempos, la casi totalidad de los
conocimientos que se aplican en las profesiones en general, aquellos
explícitamente reconocidos como conocimientos, provienen de las ciencias. Sin
embargo, no todos los saberes que se aplican en las prácticas profesionales son
científicos, ni tampoco todos están explícitamente formulados como saberes,
principalmente porque no todos están escritos y porque incluso algunos no
podrían ser escritos. Por ejemplo: las actitudes, que estudia la psicología y
que no son saberes, tienen importancia clave en el éxito o fracaso del accionar
profesional.
Además de la diferencia entre, por un lado,
las profesiones, en este caso la psiquiatría, y los saberes que la nutren, hay
que subrayar que el profesional no es un mero vehículo o aplicante neutro de
conocimientos, métodos, técnicas o criterios preformados, sino que él mismo,
necesariamente, efectúa una reelaboración singular de esos saberes en la que
cooperan elementos que, a su vez, son de distintos órdenes y procedencias. En
lo que termina siendo la índole concreta de una práctica profesional -el perfil
profesional real- intervienen entonces factores muy heterogéneos entre los que
no es para nada menor lo que cada profesional aporta o agrega de sí a la
formación recibida. En aquello que él hace, elige o construye cuenta incluso el
elemento creativo o inventivo que necesariamente tiene su lugar.
Los mundos profesionales actuales tienden a la
hiperespecialización, a la vez que se incrementa la búsqueda de cooperación y
complementación interdisciplinaria. Al mismo tiempo se acentúa el
reconocimiento de que los objetos reales y concretos de trabajo poseen una
índole altamente compleja y multidimensional. Mientras la especialización -se
piensa- fragmenta las realidades, se espera de la cooperación entre distintos
especialistas la posibilidad de un abordaje integral de los objetos de trabajo,
reconocidos cada vez más claramente como multidimensionales y complejos. Sobre
esta simple idea se sostiene la frecuencia con que se habla de
interdisciplinariedad. Las tres características -hiperespecialización de las
profesiones, búsqueda de interdisciplinariedad en los contextos laborales y
complejidad de los objetos de trabajo- son entonces coexistentes y cooperantes
unas con otras.
Una cuarta característica es la aceleración
del desarrollo de sistemas, intersistemas y redes de sistemas. Como dato
general destaquemos que el tipo de desarrollo socioeconómico y cultural que
vivimos induce conexiones entre diversos sistemas que hasta ahora han podido
funcionar relativamente separados unos de otros. Crece la búsqueda de
articulaciones y complementaciones, por ejemplo, entre los sistemas
prestacionales de salud, los sistemas de profesionalización, los sistemas
educativos y los sistemas de producción científica. Se avanza hacia la
constitución de una inmensa red intersistémica de la que ese intersistema que
es Internet ofrece una imagen aproximada o primer modelo.
Refiero un quinto factor, que es la mayor
focalización de la a-sistematicidad como problema. Llamo a-sistematicidad a la
disfunción, a lo desregulado, a lo imprevisto, al desorden, al desperdicio, es
decir: a todo aquello que no encaja, que no es útil o fecundo en cualquier
sistema que se quiere armónico y productivo. Esta a-sistematicidad interesa
especialmente porque permite incluir a la subjetividad, ya que una sexta
característica a tener en cuenta será la extensión que adquiere en esta época
la identificación de la subjetividad como foco de problematicidad.
En esta especie de “cibercultura” en que se
convierte nuestro mundo la teleinformática parece ofrecer un medio privilegiado
para hacer posible y operable una sistemática universal, de tipo reticular, en
la que las interconexiones puedan potenciarse al límite. Una de las
consecuencias es que el mapa del que forman parte las profesiones, las
disciplinas, las ciencias, las diferentes prácticas sociales, etc., ya no se
puede representar como un plano en superficie en el cual las diferentes
regiones se localizan próximas o alejadas unas de otras. La novedad esencial es
ahora que ningún lugar queda demasiado lejos de cualquier otro. Esto significa,
lisa y llanamente, que cada uno de nosotros se encuentra situado de hecho, lo
perciba o no, ante entrecruzamientos inéditos de ideas provenientes de esferas
hasta hace poco completamente aisladas o lejanas entre sí.
El neologismo “hipertexto” refiere
precisamente esta posibilidad, inmediata y
extremada, de que las conexiones interteóricas e interdisciplinarias
estén al alcance de la mano o, mejor dicho, de nuestra percepción y conciencia.
Esta conciencia, agreguemos, no está naturalmente preparada para representarse
las cosas de otra manera que al modo en que vemos una superficie: como un
cuadro, que es un plano de dos dimensiones, o como una serie lineal de
elementos, como es el caso de un texto común. Por otra parte, la contracara de
la hipertextualidad es la torre de Babel, que en la Biblia es caracterizada
como confusión de las lenguas y que se produce como consecuencia de la ambición
de llegar al cielo, metafóricamente: de abarcarlo todo.
Uno de los resultados de esta “Babel
intertextual” o “intertextualidad babélica” en la que estamos inmersos, es que
la extensión y variedad de relaciones temáticas entre ámbitos diversos del
pensamiento llevan, por ejemplo, a que el sentido de los términos de una
disciplina se mezclen más fácilmente con los sentidos que esos mismos términos
reciben en otras. Tanta “riqueza interactiva”, que según se suele suponer
permite facilitarnos trabajo, no impide que éste se nos complique.
Elementalmente: que la biblioteca universal quede al alcance de los ojos no
equivale a que esté cabalmente a disposición de nuestro discernimiento, de modo
que, por más rápido que ande nuestra computadora, no se puede acelerar de igual
manera nuestro ingenio para compaginar el cúmulo de elementos que se nos pone
delante.
Vivimos entonces en un macrosistema universalizante
que, por una parte, potencia las interconexiones y, por otra, introduciendo y
haciendo circular los pensamientos por distintos sistemas simbólicos, los
aligera de sus significaciones originarias. Ello hace a la “desaparición de las
significaciones, evanescencia casi completa de los valores”, señalados por
Castoriadis, que afirma lo que él llama el “culto de lo efímero” y que deja
como único valor en pie al dinero. Es también la desaparición actual de lo
verdaderamente exótico, la pérdida de exoticidad, observada por el antropólogo
Marc Augé (Augé, 1994), asociada a una fragilización de los vínculos sociales.
Esta aligeración del peso de los símbolos en cualquier subsistema parece
correlativa de esta inclusión en la gran red donde todo se conecta con todo.
Estas observaciones tienen especial valor en
las profesiones y disciplinas que llamamos “psi” (psicología, psiquiatría,
psicoanálisis, neurología, psicoterapias, etc.), en las que siempre tenemos
particulares dificultades para definir perfiles profesionales y disciplinarios
específicos. Uno de los puntos que merece ser tenido en cuenta ha sido notado
por Hameline a propósito de la psicología. Este autor ha señalado lo siguiente:
“Nadie disputa al físico sus átomos, ni sus sinapsis al neurofisiólogo: no son
realidades de uso corriente. En cuanto al psicólogo, no tiene esa ventaja, él
sólo puede hablar de cosas sobre las que todo el mundo pretende tener
consciencia” (Hameline, 1970-1971). Efectivamente, la práctica empírica de la
psicología entendida como arte de la vida cotidiana, la “psicología de la
peluquera”, según se dice, nace y se desarrolla completamente ajena a la
psicología propiamente científica. René Zazzo sugería, en este mismo sentido,
que “somos psicólogos antes de ser psicólogos” (Zazzo, 1968). Esta
particularidad, evidentemente, tampoco es ajena a los psiquiatras o a los
neurólogos que, además de médicos, se puede decir que también son psicólogos
antes de ser psiquiatras o neurólogos.
Estas peculiaridades de nuestras profesiones,
sumadas a las de los mundos que vivimos, forman parte de las complejidades de
nuestro campo. Aquí confluyen y coliden discursos diversos, configurando este
contexto multifacético y polémico, ámbito rico y conflictivo en el que las
tentativas, por un lado epistemológicas y por otro organizativas, de
diferenciar y complementar disciplinas dejan habitualmente residuos.
Constatamos, en resumidas cuentas, que es extremadamente difícil que las cosas
lleguen a cuadrar o que lo hagan al menos con un grado razonable de estabilidad.
Los “residuos”..., aquí encontramos un cúmulo
de asuntos que tienen un lugar central para nuestras profesiones. El desorden
puede ser un residuo de sistemas que, por definición, suponen ordenamientos
precisos. Se puede constatar que cuanto más extenso es un sistema, cuanto más
universal se quiere, mayor es la acumulación de desperdicio, basura e
inutilidad, cuya eliminación no se logra sino que coexiste, en forma más o
menos evidente, más o menos escondida, con lo sistemáticamente ordenado. En términos
económicos tales residuos pueden ser contabilizados como energías o recursos
desperdiciados, como gastos no programados o infructíferos. Es también lo que
hoy se describe en los estudios de sistemas y dinámicas no lineares como caos,
que es un campo de investigación de actualidad.
Observemos que un sistema telemático como
Internet, que maximiza el empleo racional de las comunicaciones, es
colosalmente utilizado para actividades que para nada tienen que ver con
productividad alguna, como se ve en esa extensísima colección de “sites” en la
“Web” destinados al sexo: canales para perversos, asesinatos efectuados para su
difusión en internet, “hot lines”, listas y canales de “chat” usados para
comunicar tonterías, etc.. Todo esto hace pensar que difícilmente el mundo vaya
a prescindir de lo que tratan de hacer como mejor pueden psiquiatras,
psicólogos, psicoanalistas, etc., etc..
Se trata, en líneas generales, de lo
“a-sistemático”, que se destaca como problema que demanda atención en todos los
terrenos, que surge como “corrupción” en los sistemas sociolegales, o como
padecimientos psíquicos definidos como trastornos o desórdenes mentales en
clasificaciones como el DSM4, o como síntoma en el mismo psicoanálisis, que
tomó el término de la semiología médica. Se puede agregar, incluso, en una
eventual psicopatología de la vida cotidiana, lo “inoportuno”, a menudo clara
disrupción provocada por un sujeto que sólo pretende hacerse oir. Son ejemplos
de que nuestras profesiones están llamadas a ocuparse de los residuos que dejan
los ordenamientos sistemáticos de nuestro tiempo. Cualquiera de los
profesionales de este campo trabaja bajo la expectativa sociocultural de que se
dé un destino a aquello de los humanos que no encaja en los sistemas salvo como
residuo, inutilidad o disfunción.
Muy probablemente los nuestros sean los campos
donde se percibe con mayor evidencia las dificultades para ordenar las
actividades humanas, incluyendo las científicas, en sistemas coherentes y
abarcativos donde las cosas puedan acoplarse de manera armónica y racional,
bien acomodadas con el rigor que exigen las ciencias. Por eso se espera de
estas prácticas modernas que son las psicoterapias que contribuyan al menos a
disminuir, si no a aprovechar, las perturbaciones anímicas, los trastornos
mentales, los sexuales, los síntomas, los malestares tanto justificados como no
justificados, los conflictos, llámense interpersonales, intersubjetivos o
intrasubjetivos.
Seguramente no es ajeno a lo referido que el
vasto campo de atención a los malestares humanos semeje a menudo un gran
hormiguero dialéctico en el que se entremezclan un cúmulo de reflexiones,
profesiones, disciplinas, teorías, opiniones y también disensos. Esta especie
de Babel, sin embargo, no tiene por qué ser concebido como un inconveniente
para el progreso de la ciencia, puesto que lo problemático y los obstáculos
para el acuerdo son estímulos y motores de su desarrollo. Karl Popper, siendo
muy crítico tanto con las modas intelectuales como con los apelativos a la
autoridad y a las ortodoxias, ha subrayado que “el aumento del conocimiento
depende por completo del desacuerdo” (Popper, 1994). De manera que la función
de lo que no encaja en las racionalidades establecidas es esencialmente
dinámica y estimula el trabajo racional mismo.
Tratamos habitualmente de presentar nuestras
ideas tan bien argumentadas como nos sea posible. Esta aspiración, fundamental
para las ciencias, ya estaba presente en la apetencia cartesiana por las “ideas
claras y distintas”. Está además ese otro anhelo, que reconocemos también en
Descartes, de encontrar certezas para la acción. Tal vez se encuentre aquí el
principal motivo de nuestra actividad intelectual: el hecho de que nuestra
ciencia mejor construida resulta siempre en algún punto insuficiente para sostener
la certeza de la acción. Ilya Prigogine
ha venido examinando la índole de las certezas ofrecidas por la racionalidad de
las ciencias, y temas como el caos, la indeterminación y la complejidad le han
servido para caracterizar lo que él llama una crisis de la aplicación del orden
racional a lo humano (Prigogine, I. y Stengers, 1986). Vattimo, por su parte,
ha señalado que el pensamiento de nuestra época muestra una vocación nihilista
en el modo de concebir lo verdadero, afectando de manera singular la función
del concepto de verdad en las ciencias (Vattimo, 1996). Hago estas referencias
al solo propósito de enfatizar que estas problemáticas están al orden del día
en los trasfondos culturales y epistémicos en los que vivimos y trabajamos.
En este marco general, Popper se ha ocupado de
señalar que lo esencial para el avance de las ciencias no pasa por los recortes
de campos que hacen los especialistas. Él piensa que lo característico de todo
y cualquier conocimiento científico, inseparable de su racionalidad, es su
limitación, su falsabilidad, que no se confunde con ninguna especialidad. Según
Popper, en lo verdaderamente fundamental para las ciencias, no hay fronteras
“entre” ellas. Las fronteras existentes son contingentes, se transforman, no se
sostienen iguales a lo largo de la historia, de manera que las clasificaciones
de las ciencias y sus competencias describen, básicamente, el estado de
tratamiento de las cosas, en mayor o menor grado siempre fragmentario y
limitado y, además, de las formas, también contingentes, en que nos
distribuimos el trabajo.
En la medida en que las neurociencias, la
psicología y otras disciplinas del campo “psi” poseen perfiles teóricos y
epistemológicos diferentes y específicos, se trata en los terrenos
profesionales de recortar, en correspondencia, objetos distintos para ser
encarados con métodos y tecnologías también diferentes. Observamos, sin
embargo, que en cada una de estas esferas se presta cada vez más atención a
asuntos que son tratados en las otras. Es el caso, entre otros, del auge de
investigaciones tanto psicológicas como neurológicas sobre las relaciones entre
mente y cerebro, aunque en ellas los problemas que plantea la dimensión
subjetiva todavía no han llegado a desplegarse en toda su amplitud.
Comento brevemente recientes investigaciones
sobre neuroimágenes difundidas en un libro titulado “Images of mind” (Posner,
M.I. y Raichle, 1994). Se trata, en pocas palabras, de explicar procesos
mentales, cognitivos y otros, estudiando mediante técnicas tomográficas de
última generación procesos neurobiológicos. En estas experiencias, por ejemplo,
se bombardea el cerebro con positrones y se examinan mediante tomografías
variaciones concomitantes al ejercicio de diferentes funciones mentales. Se
trata de la aplicación de recursos tecnológicos inexistentes hasta hace muy
poco, que han renovado las esperanzas de explicar procesos mentales a partir
del estudio de materialidades definidas en términos neurológicos. Asuntos tales
como, por ejemplo, las variaciones que existen en los procesos cerebrales
cuando se utiliza la letra “A” (mayúscula) y la letra “a” (minúscula) pueden
ser ahora estudiados.
Estas investigaciones con neuroimágenes
trabajan, como se percibe, con la premisa de que es posible “leer” la mente de
una persona estudiando su cerebro, y han dado lugar, junto al entusiasmo de
importantes sectores de la comunidad científica internacional, a la reedición
de intensos debates teóricos, epistemológicos y metodológicos. Recordemos al
respecto que Freud, que antes de desarrollar el psicoanálisis había sido un
joven neurocientífico destacado, nunca descartó la posibilidad de que la
biología ofrezca en el futuro los fundamentos últimos de todo lo psíquico. De
todas maneras, en su trabajo sobre las afasias ya señalaba que se habían
sobreestimado las posibilidades de localizar con precisión en áreas corticales
el origen de los trastornos del lenguaje y que se debía profundizar el estudio
de los aspectos funcionales del sistema nervioso (Freud, 1891). No se trataba
todavía del psicoanálisis, pero se preparaba el terreno para que la dimensión
de lo que vendría a ser el inconsciente encontrara un lugar para instalarse. De
todos modos, ningún lugar en el campo de la ciencia resulta definitivo. Freud,
se insiste actualmente, nunca imaginó que la ciencia dispondría de los recursos
con que hoy cuenta para avanzar.
Los científicos de hace un siglo, se hace
notar también, ni siquiera se proponían investigar en ciertas direcciones
porque técnicamente no era posible hacerlo. Los avances de la tecnología, sin
embargo, no han sido capaces de contribuir a la resolución de los intríngulis e
impases que resultan de que los hombres son inseparables del mundo de las
significaciones. Estas cuestiones invitan a reflexionar, entre otras, sobre la
influencia que tienen sobre las orientaciones científicas de cada época
factores que, en rigor, son extracientíficos, entre ellos la fuerte influencia
que tienen los recursos económicos y financieros para viabilizar proyectos de
investigación. Estas variables entran a menudo en conflicto con motivos
exclusivamente científicos en la elección de qué y cómo investigar.
La atención a estos problemas, aunque en sí
misma no debe confundirse con las actividades de investigación en el interior
de cada ciencia, es indispensable para que la búsqueda científica no se
desdibuje en los hechos por el peso que adquiere la procura de beneficios de
otros órdenes. Ésta es una faceta donde las cuestiones éticas, que están al
orden del día en las polémicas a propósito de la ciencia actual, tienen una
importancia crucial respecto ya no sólo de consecuencias sociales, humanas,
culturales, etc, (extracientíficas, en fin) generadas por las ciencias, sino
que afectan al desarrollo de la ciencia en sí misma.
En otras palabras: a pesar de que nuestra
civilización pretende promover la ciencia y estimular una ilimitada libertad de
investigación, la ciencia no progresa de hecho con libertad respecto de
condicionamientos cabalmente extracientíficos. En la práctica de la ciencia no
sólo se elige la racionalidad del método, también se elige a qué temas
aplicarlo, corriéndose siempre el riesgo de confundir dimensiones distintas.
Hemos señalado en las investigaciones sobre
neuroimágenes un terreno de confluencia de neurocientíficos y psicólogos. Por
otra parte, se observa en los centros académicos, universitarios y de
investigación de los países más avanzados en materia de ciencias, que se
intensifica la diversificación de la psicología en nuevas áreas y subáreas. La
nueva generación de psicólogos científicos se manifiesta capacitada para
producir excelentes experimentos en temas de sumo detalle. Siendo
“hiperespecializada”, parece estar cada vez más y mejor preparada en el
ejercicio de los métodos y recursos tecnológicos más actuales de la ciencia.
Han proliferado los “journals” altamente especializados y, en forma
correlativa, pierden interés las publicaciones sobre tópicos generales o
históricos.
En la mayor parte de los países la última
generación de psicólogos investigadores han aumentado su competitividad en el
sistema científico global, aunque se han mostrado menos fértiles en los debates
sobre los problemas de la cultura y de las sociedades en la civilización
actual. Algunos destacados psicólogos han comenzado a llamar la atención sobre el
poco interés que los nuevos especialistas tienen en lo que sucede en áreas de
la psicología que no son las propias. No se interesan cuanto deberían, piensan,
por los problemas generales de la disciplina ni están suficientemente
informados sobre su historia.
La perspectiva más extendida entre los
psicólogos de los países centrales, en forma tal que para una lectura ligera
puede resultar paradójica, supone que no hay diferencias epistemológicas
básicas entre psicología y neurociencias. Parece cumplirse el vaticinio de
Henri Pieron a comienzos de siglo: “el día en que el progreso de la psicología
exprese de manera adecuada las modalidades del comportamiento, la psicología
científica perderá individualidad, del mismo modo en que la fisiología
ingresará un día, por completo, en el dominio de la química; y la propia
química encontrará en la física el dominio matemático que le posibilitará, en
la unidad armónica de sus formas, expresar la diversidad aparente de las formas
naturales” (Piéron, 1908).
¿De qué se trata en esta aparente
contradicción entre la marcada diversificación e hiperespecialización que hemos
referido y la afirmación de la psicología como ciencia al modo de las
neurociencias?. Hay que advertir la correlación con el predominio de las
ciencias físico-químicas y biológicas en los paradigmas de la ciencia actual.
¿A qué se debe este predominio? Entre los factores a considerar no faltan los
propiamente extracientíficos ya mencionados y algunos otros.
Si bien la aludida indiferenciación de la
psicología ha resultado correlativa a la reducción de su objeto a uno
físicoquímico, éste ha sido solamente uno de los polos entre los que ha
oscilado toda la historia de la disciplina. La historia de la psicología
muestra, en efecto, que hasta ahora no se ha detenido ese movimiento pendular
entre la afirmación de la psicología científica bajo alguna forma de reducción
de su objeto y la búsqueda de recuperación de lo que era dejado de lado. Esta
última se ha venido produciendo desde los comienzos de la disciplina, sea como
psicología humanística, como señalaba Lagache en la década del 70, sea como
psicología fenomenológica en el caso de Sartre, Merleau Ponty y otros, o como
psicología concreta, como es el caso de Politzer en los años 20, o en la
psicología genética de Piaget y algunas otras entre las que se podrá incluir al
psicoanálisis que, como sabemos, puso especial atención en lo que llamamos la
dimensión subjetiva.
La historia de la psicología está plagada de
sucesivos esfuerzos por resolver este problema que se plantea como fundacional
de la misma disciplina y que se resume diciendo que cuando más ha logrado
afirmarse como científica, más se ha reclamado que dejaba de lado lo esencial
del ser humano. Es efectivamente así desde que la psicología se constituyó con Wundt
como una ciencia natural más (Wundt, 1862). El más robusto positivismo
orientaba entonces el progreso de las ciencias. Augusto Comte había negado poco
antes la posibilidad de una ciencia del sujeto. La idea era que ninguna forma
de introspección podía ser fuente de conocimientos científicamente válidos,
puesto que la observación del espíritu por sí mismo sólo puede ser una ilusión.
Sólo podía ser válida la observación externa al individuo, de manera que la
psicología, para ser ciencia, debía renunciar a tomar al sujeto como objeto,
ocupándose, en todo caso, de la naturaleza ya sea biofisiológica, ya sea
social, del ser humano (Comte, 1830).
En verdad, la psicología de hoy no ha escapado
de aquel planteo. En efecto, si bien se han multiplicado las áreas y subáreas
disciplinarias y han acabado por inscribirse en ella distintas maneras de
concebir su objeto y desarrollado distintos métodos, la psicología
contemporánea es predominantemente “biotrópica”, orientándose hacia las
ciencias biológicas, neurociencias especialmente, o es predominantemente
“sociotrópica”, orientándose hacia las sociologías, la crítica de las
ideologías, los constructivismos, la hermenéutica, etc.. En el medio, o a un
lado, según se mire, queda la problemática subjetividad, a la que si bien hoy
se le concede algún lugar en la vertiente que llamamos “sociotrópica”, nueva
heredera además de humanismos diversos, no goza de una buena mirada desde la
psicología científica. Prima la idea de que se trata de dimensiones cercanas a
la metafísica que deberían tratar con más pertinencia la filosofía o la
antropología filosófica, siempre dispuestas a reflexiones sobre la condición
humana, o al discurso literario, más apto para expresar las singularidades
laberínticas de las personas. Pero estudiar al sujeto, sobre todo cuando tiene
la función no de investigado sino de investigador, parece en sí mismo
contradictorio. Sólo el psicoanálisis ha acometido esta tarea, que exigía dar
cuenta de las paradojas con que se encuentra la ciencia al pensar “su sujeto”
(Lacan, 1960), aunque se haya mantenido en buena medida marginal respecto de la
comunidad psicológica internacional.
El atolladero epistemológico, sin embargo, se
sigue reconociendo en la psicología, revelándose de diversas formas.
Últimamente tratan de zanjarlo, entre otras, algunas orientaciones de la
psicología social que se ocupan del “yo” y del “sí mismo” que revisan los
paradigmas científicos que subtienden las ciencias sociales (Gergen, 1991). De
todos modos, parece haber mucho camino a recorrer en temas que reeditan
problemas que tienen que ver no sólo con la ciencia, sino con el hombre que la
hace y que, como bien sabemos, no sólo hace aquello que le impone la razón. No
hay por qué suponer, por otra parte, que el hombre sea realmente capaz de
garantizar la razón. De allí que algunos consideren, laicamente, que “Dios”
constituye una necesidad lógica para sostener la atadura de los humanos a la
ciencia.
Pero volvamos a nuestras profesiones, en las
que nos preguntamos cuánto y qué hacemos con las ciencias, específicamente con
las neurociencias y con las psicologías. No sólo eso, una de las peculiaridades
de nuestras profesiones es que los “objetos empíricos” con los que trabajamos
presentan el inconveniente de que pretenden convertirse en “sujetos”. Esto sólo
puede suceder en profesiones que aplican desarrollos de las ciencias a la
atención de cuestiones humanas, porque sólo en estos casos podemos ser
solicitados, interpelados y cuestionados desde el terreno mismo en que se
encuentra el tal “objeto” sobre el que trabajamos. Es obvio que es el caso del
psicoanálisis, pero no lo es más que el de la psiquiatría, el de la psicología
o incluso el de la medicina general.
Alcanza con que nos hablen, con que nos
dirijan la palabra desde el lugar que atendemos o estudiamos, para que las
cosas se compliquen. No podría ser el caso de la astronomía ni el de la
bioquímica, ya que no es imaginable que los planetas nos pidan correcciones de
lo que observa el telescopio Hubble o que los genes se rebelen porque los clonamos.
Tampoco es posible que un hígado haga una presentación judicial por mala
praxis. Las interpelaciones, éticas u otras, sólo pueden provenir de los
sujetos, sujetos parlantes, evidentemente, no de los genes, no del hígado.
Es interesante la problemática que se abre
aquí respecto a los objetos empíricos de las neurociencias y de la psicología
científica. Si el objeto es la conducta, o un proceso cognitivo como la
memoria, o el lenguaje, o una actividad electromiográfica, o la actividad de un
neurotransmisor, él simplemente se comporta, o se modifica, o varía, o no
varía, pero no se dirige a nosotros, no nos interpela. El objeto de la ciencia
debe mantenerse independiente del neurocientífico o del psicólogo científico.
Se espera que el investigador realice su tarea
conforme a procedimientos independientes de las variaciones del objeto. Todo
esto se puede hacer mientras los sujetos no interfieran, que no es lo que
sucede en la clínica real de los psiquiatras, de los psicólogos clínicos, de
los neurólogos en la clínica, de los psicoanalistas, etc.. En estos casos, el
profesional tiene una tarea que no es idéntica a la del investigador científico
puesto que no tiene más remedio que agregar al registro objetivo de los datos
dimensiones que incluso pueden entrar en colisión con ellos.
Las cosas se complican de manera original en
la realidad clínica. Sabemos que entramos en terrenos donde los conocimientos
que hemos acumulado, por más vastos y actualizados que sean, nunca están “ready
made”, o al menos nunca lo están del todo, para resolver los problemas que
plantean los sujetos. Un proceso de melancolización suicida, por ejemplo,
requiere ineludiblemente tomar una serie de pequeñas o grandes decisiones en la
interlocución con el sujeto atendiendo a dimensiones, por ejemplo, religiosas o
morales que, si no son consideradas, pueden conducir a la interrupción del
vínculo con el profesional precipitando una decisión fatal.
Curiosamente, estas reflexiones parecen
llevarnos a que es precisamente en el terreno de lo subjetivo donde compartimos
cosas comunes todos los que prestamos atención a síntomas, trastornos,
disfunciones, malestares, dolores, sufrimientos humanos, en fin. La clínica
real enseña que la decisión de interrumpir un tratamiento, de cambiar de médico,
de negarse a un nuevo estudio, de rechazar un medicamento, etc., es con
frecuencia resultado de momentos que se presentan al profesional como
precipitaciones ya sean imprevistas o insalvables.
Los tiempos reales en que se efectúa la
atención médica o psicológica (sus momentos, secuencias, duraciones, ritmos,
detenciones, reinicios, periodicidades, etc.) son habitualmente afectados por
variables ajenas a la cronología ordenada de la investigación médica o
psicológica o del planeamiento racional más preciso. La disrupción subjetiva
-es decir: la interferencia del sujeto- es una variable esencial que resiste
repetitivamente la aplicación de la pura razón científica en el sentido de lo
puramente calculable. Además la resiste, agreguemos, de una manera en que, si
no es escuchada con suficiente propiedad, la misma razón científica puede
operar en forma iatrogénica.
Para concluir: se advierte en qué sentido la
función del sujeto se manifiesta en los campos de la psicología y de las
neurociencias. Más allá de las distinciones que se planteen en el plano
epistemológico, teórico conceptual, el clínico se sitúa respecto a ellas en un
terreno de interlocuciones vinculares, inseparables de los contextos donde los
recursos científicos son puestos a funcionar.

Bibliografía:

1. Augé, Marc, El sentido de los otros,
Madrid, Paidós, 1994.
2. Bernard, M., “A psicologia”, y Verdenal,
R., “La filosofía positiva de Augusto Comte”, en Châtelet, F., História da
filosofia, idéias, doutrinas, Vol.7 y 5, Rio de Janeiro, Zahar, 1981.
3. Freud, S., La afasia, Buenos Aires, Nueva
Visión, 1974.
4. Gergen, K., El yo saturado, Barcelona,
Paidós, 1992.
5. Hameline, D., “Cent ans de psychologie
scientifique”, en Bulletin de Psychologie, 1970-1971, XXIV, 5-6., pp. 242-252.
6. Lacan, J., “Subversion du sujet et
dialectique du désir dans l’inconscient freudien”, en Écrits, Paris, Éd. du
Seuil, 1966.
7. Piéron, H., Traité de psychologie apliquée,
P.U.F., 7 vols.
8. Piéron, H., Vocabulaire de la psychologie,
P.U.F.
9. Popper, Karl, El mito del marco común,
Madrid, Paidós, 1997.
10. Posner,
M.I. y Raichle, M.E, Images of mind, Scientific American Library, Freeman,
1994.
11. Prigogine, I. y Stengers, I., La nouvelle
alliance. Metamorphose de la science, Paris, Gallimard, 1986.
12. Vattimo, Gianni, Más allá de la
interpretación, Buenos Aires, Paidós, 1996.
13. Zazzo, R., Conduites et conscience, Ed.
Delachaux et Niestlé, t. II, 1968.



No hay publicaciones.
No hay publicaciones.